Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Deuteronomio 6,4-13
Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se la repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado; las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia entre tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas. Cuando Yahveh tu Dios te haya introducido en la tierra que a tus padres Abraham, Isaac y Jacob juró que te daría: ciudades grandes y prósperas que tú no edificaste, casas llenas de toda clase de bienes, que tú no llenaste, cisternas excavadas que tú no excavaste, viñedos y olivares que tú no plantaste, cuando hayas comido y te hayas saciado, cuida de no olvidarte de Yahveh que te sacó del país de Egipto, de la casa de servidumbre. A Yahveh tu Dios temerás, a él le servirás, por su nombre jurarás.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El texto reproduce la primera redacción de la Shemá, la antigua oración que todo judío todavía recita hoy día. Esta invitación resume toda la teología del libro del Deuteronomio. El creyente está llamado ante todo a escuchar: ese es el inicio de su fe y el corazón de toda su vida. Luego se le invita a amar: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas". El amor de Dios es el mandamiento principal del que deriva toda la Ley. Sin amor incluso la Ley, aunque es la compañera de la vida, se convierte en obstáculo e impedimento. Moisés también exhorta a los creyentes, mientras gozan de bienestar, a no olvidar que fue Dios, quien les liberó de la esclavitud de Egipto. Escuchando continua y fielmente el creyente reconoce que solo Dios es su Señor, aquel que lo ama, que lo ha salvado y en quien puede confiar. Abandonándose totalmente a su único Señor el pueblo encuentra la salvación. Observar la Ley permite que Israel siga en el amor de Dios y experimente su fuerza. La alianza con el Señor lo sostendrá cada día liberándolo de todo peligro.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.