En la basílica de Santa María de Trastevere de Roma se reza por los enfermos. Leer más
En la basílica de Santa María de Trastevere de Roma se reza por los enfermos.
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Números 11,4-15
La chusma que se había mezclado al pueblo se dejó llevar de su apetito. También los israelitas volvieron a sus llantos diciendo: "?Quién nos dará carne para comer? ¡Cómo nos acordamos del pescado que comíamos de balde en Egipto, y de los pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos! En cambio ahora tenemos el alma seca. No hay de nada. Nuestros ojos no ven más que el maná." El maná era como la semilla del cilantro; su aspecto era como el del bedelio. El pueblo se desparramaba para recogerlo; lo molían en la muela o lo majaban en el mortero; luego lo cocían en la olla y hacían con él tortas. Su sabor era parecido al de una torta de aceite. Cuando, por la noche, caía el rocío sobre el campamento, caía también sobre él el maná. Moisés oyó llorar al pueblo, cada uno en su familia, a la puerta de su tienda. Se irritó mucho la ira de Yahveh. A Moisés le pareció mal, y le dijo a Yahveh: "?Por qué tratas mal a tu siervo? ?Por qué no he hallado gracia a tus ojos, para que hayas echado sobre mí la carga de todo este pueblo? ?Acaso he sido yo el que ha concebido a todo este pueblo y lo ha dado a luz, para que me digas: "Llévalo en tu regazo, como lleva la nodriza al niño de pecho, hasta la tierra que prometí con juramento a sus padres?" ?De dónde voy a sacar carne para dársela a todo este pueblo, que me llora diciendo: Danos carne para comer? No puedo cargar yo solo con todo este pueblo: es demasiado pesado para mí. Si vas a tratarme así, mátame, por favor, si he hallado gracia a tus ojos, para que no vea más mi desventura."
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Esta página bíblica se abre con el lamento del pueblo de Israel que no tiene comida suficiente, algo que no había ocurrido ni siquiera en Egipto durante la esclavitud. De hecho, en aquellos años terribles había una gran variedad de alimentos que el texto enumera: "¡Cómo no acordarnos del pescado que comíamos en balde en Egipto, y de los pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos!" (v. 5). Ahora solo tienen el maná. Disponer de una comida al día debería haber hecho que el pueblo confiara totalmente en Dios, que le daba cuanto necesitaban día tras día. Jesús también dirá: "No andéis, pues, preocupados diciendo: ?Qué vamos a comer?, ?qué vamos a beber?, ?con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso" (Mt 6,31-32). Los israelitas se lamentan porque se niegan a contentarse con lo que les da Dios. El mal insinúa siempre la idea de que no tenemos bastante, de que estamos abandonados, y nos impide ver todas las señales de la misericordia y de la presencia de Dios. De ese modo nos domina el "apetito", la tentación de poseer, de consumir, de medir, de tener hoy, de obtener la recompensa. El pasado se convierte en nostalgia de lo que hemos dejado atrás y nos hace olvidar que en realidad éramos esclavos y la comida era amarga. Y cuando miramos atrás ya no reconocemos todo lo que hemos recibido. Moisés oye el lamento del pueblo y lo hace suyo. Percibe un marcado sentimiento de incapacidad y lo presenta a Dios: "No puedo cargar yo solo con todo este pueblo: es demasiado pesado para mí". A menudo los discípulos del Señor sienten el cansancio del camino y suplican seguridad y una vida plena. Dios no se escandaliza, lo escucha todo y no aleja ninguna de nuestras súplicas.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.