Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Primera Tesalonicenses 4,9-11
En cuanto al amor mutuo, no necesitáis que os escriba, ya que vosotros habéis sido instruidos por Dios para amaros mutuamente. Y lo practicáis bien con los hermanos de toda Macedonia. Pero os exhortamos, hermanos, a que continuéis practicándolo más y más, y a que ambicionéis vivir en tranquilidad, ocupándoos en vuestros asuntos, y trabajando con vuestras manos, como os lo tenemos ordenado,
Aleluya, aleluya, aleluya.
Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Pablo empieza esta parte de la epístola remitiéndose a la autoridad de Jesús. Y en su nombre muestra lo que "agrada a Dios", "su voluntad". Considera su exhortación tan importante que la hace como una oración. Los tesalonicenses ya saben cómo comportarse para agradar a Dios: el mismo apóstol se lo había mostrado cuando estaba con ellos, tanto con el ejemplo como con la enseñanza. Deben perseverar en ese camino y distinguirse aún más mientras lo recorren, hasta la santidad. La voluntad de Dios es que nos santifiquemos, es decir, que seamos en todo de Dios, que nos alejemos del mal y que nos libremos de sus ataduras. Además, el apóstol previene de la sed de beneficio y de la codicia que llevan a oprimir a los demás hasta humillarlos. Dios, resalta el apóstol, "no nos llamó a la impureza, sino a la santidad" (4,7), es decir, a abandonar comportamientos egocéntricos y violentos para orientarnos hacia él y a convertir su Palabra en la luz de nuestros pasos. Por tanto, quien desprecia esos preceptos desprecia al mismo Dios, mientras que quien permanece en la "santidad" vive en el amor. El apóstol añade: "En cuanto al amor mutuo, no necesitáis que os escriba, ya que vosotros habéis sido instruidos por Dios para amaros mutuamente. Y lo practicáis bien con los hermanos de toda Macedonia. Pero os exhortamos, hermanos, a que sigáis progresando más y más". Si el amor es el Espíritu infundido por Dios en el corazón de los creyentes, el mismo Espíritu es el maestro interior que guía a todo discípulo. El amor fraterno, de hecho, no es un precepto de los hombres, sino el mandamiento nuevo que Jesús ha dado a los discípulos de todos los tiempos convirtiéndolo en signo distintivo de su lazo con él. Y es un don que hay que vivir cada vez con mayor amplitud. Nadie puede acomodarse en el amor que ya tiene; este mismo amor pide crecer y ampliarse.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.