Recuerdo de san Agustín (+ 430), obispo de Hipona (hoy en Argelia) y doctor de la Iglesia. Leer más
Recuerdo de san Agustín (+ 430), obispo de Hipona (hoy en Argelia) y doctor de la Iglesia.
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Primera Tesalonicenses 3,7-13
Así pues, hermanos, hemos recibido de vosotros un gran consuelo, motivado por vuestra fe, en medio de todas nuestras congojas y tribulaciones. Ahora sí que vivimos, pues permanecéis firmes en el Señor. Y ?cómo podremos agradecer a Dios por vosotros, por todo el gozo que, por causa vuestra, experimentamos ante nuestro Dios? Noche y día le pedimos insistentemente poder ver vuestro rostro y completar lo que falta a vuestra fe. Que Dios mismo, nuestro Padre y nuestro Señor Jesús orienten nuestros pasos hacia vosotros. En cuanto a vosotros, que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos, como es nuestro amor para con vosotros, para que se consoliden vuestros corazones con santidad irreprochable ante Dios, nuestro Padre, en la Venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Las buenas noticias que Timoteo refiere a Pablo sobre la comunidad de Tesalónica son una noticia que da alegría y consuelo, un "evangelio", como dice literalmente el texto. Pablo siente consuelo porque su trabajo no solo no ha sido en vano, sino que está dando frutos. Y el recuerdo que conservan de él, además del deseo que tienen de volverle a ver, complace especialmente a Pablo, entre otras cosas porque demuestra concretamente el sentimiento de comunión evangélica. La comunión no es simplemente un vínculo psicológico, sino una relación vital que une a la comunidad con el apóstol. No es suficiente, pues, que una comunidad viva una "fe" laboriosa y una "caridad" activa (cf. 1,3). Si permanece cerrada en ella misma, no es "firme en el Señor" (3,8). El Señor solo se hace plenamente presente entre los creyentes a través de una comunión efectiva, activa, visible y concreta con las demás comunidades. El deseo que tienen los tesalonicenses de ver nuevamente a Pablo (y también el que tiene el apóstol de verles a ellos) expresa la concreción de una comunión formada por unas verdaderas relaciones personales, terreno indispensable para la fraternidad. Pablo está a cuatrocientos kilómetros de Tesalónica, pero intenta por todos los medios estar con ellos, a veces a través de enviados suyos. La comunión se alimenta y se solidifica a través de relaciones directas y personales con las que se manifiestan el amor, la cordialidad y la amabilidad. Pablo, recordando quizás los rostros de los cristianos de la comunidad a los que amó y de los que cuidó, no sabe qué ofrecer a Dios como acción de gracias. El amor por aquellos hijos que engendró a la fe se convierte inmediatamente en oración, en súplica insistente, no solo para que pueda volverlos a ver pronto, sino también para poder "completar lo que falta a vuestra fe" (3,10). Pablo tiene muy presente que el creyente, al igual que toda comunidad, debe seguir creciendo en la fe y en el amor. Para conocer a Jesús hay que escuchar cada día la Palabra de Dios. Pablo siente la gran responsabilidad de ayudarles en este crecimiento. Por eso le pide a Dios que le "allane" el camino para que pueda ir a verles, ya que hasta aquel momento Satanás se lo ha impedido (2,18). Pero ya con esta carta les anima a "progresar" y aún más, a "sobreabundar" en el amor entre ellos y con los demás, como él mismo hizo con ellos. El amor que Dios da a sus hijos es como una fuente que mana rebosante continuamente porque no tiene límites. Quien abre su corazón al amor de Dios vive de ese amor y ya posee el futuro.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.