La Iglesia siriaca recuerda a Zaqueo que subió al árbol para ver al Señor y recibió como don la conversión de su corazón. Leer más
La Iglesia siriaca recuerda a Zaqueo que subió al árbol para ver al Señor y recibió como don la conversión de su corazón.
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Lucas 19,1-10
Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad. Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico. Trataba de ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la gente, porque era de pequeña estatura. Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verle, pues iba a pasar por allí. Y cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: «Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa.» Se apresuró a bajar y le recibió con alegría. Al verlo, todos murmuraban diciendo: «Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador.» Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo.» Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.»
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hoy la Iglesia siriaca recuerda a Zaqueo, el publicano que acogió en su casa a Jesús. Este recuerdo toca nuestro corazón porque tiene su origen en la tradición de una Iglesia que ha sufrido mucho a causa del Evangelio en los numerosos conflictos que todavía bañan de sangre Oriente Medio. Mientras camina por las calles de Jericó, Jesús levanta la vista hacia Zaqueo, que había subido a un árbol porque era de baja estatura, y lo llama por su nombre. Él nos conoce por nuestro nombre. En una sociedad anónima y masificada como la nuestra, esta actitud de Jesús es una gran enseñanza para todos nosotros. El Evangelio siempre es personal, siempre pronuncia nuestro nombre. Nosotros, en cambio, a menudo lo consideramos como algo genérico, como un espectáculo lejano, porque no lo escuchamos. Imaginemos la sorpresa de Zaqueo al oír que le llamaban. Era un publicano, por tanto, un pecador, pero Jesús quería verle. Jesús, que ve lo que hay en nuestro corazón, se da cuenta del deseo de aquel publicano y, en cuanto lo ve, le comunica su deseo de ir a su casa. Viene a la memoria el Apocalipsis: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo". Aquel día en Jericó estas palabras se hicieron realidad. Zaqueo solo quería verlo; Jesús deseaba encontrarse con él y darle la salvación. Solo abriendo nuestro corazón podemos liberarlo del miedo y del orgullo y recuperar así la esperanza. Tras oír la propuesta de Jesús, Zaqueo baja a toda prisa y lo acoge en su casa con alegría. Esta vez el hombre rico no se va triste ante la invitación, y también Jesús está lleno de alegría. Al finalizar el encuentro el publicano decide devolver lo que había robado y dar la mitad de sus bienes a los pobres. Empieza de ese modo su conversión: ya no es el hombre de antes. Zaqueo fija su medida y la pone en práctica. No dice "lo doy todo", sino "doy la mitad". Dejar entrar a Jesús en nuestro corazón nos ayuda a encontrar una medida personal y generosa de caridad.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.