Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Éxodo 1,8-14.22
Se alzó en Egipto un nuevo rey, que nada sabía de José; y que dijo a su pueblo: "Mirad, los israelitas son un pueblo más numeroso y fuerte que nosotros. Tomemos precauciones contra él para que no siga multiplicándose, no sea que en caso de guerra se una también él a nuestros enemigos para luchar contra nosotros y salir del país." Les impusieron pues, capataces para aplastarlos bajo el peso de duros trabajos; y así edificaron para Faraón las ciudades de depósito: Pitom y Ramsés. Pero cuanto más les oprimían, tanto más crecían y se multiplicaban, de modo que los egipcios llegaron a temer a los israelitas. Y redujeron a cruel servidumbre a los israelitas, les amargaron la vida con rudos trabajos de arcilla y ladrillos, con toda suerte de labores del campo y toda clase de servidumbre que les imponían por crueldad. Entonces Faraón dio a todo su pueblo esta orden: "Todo niño que nazca lo echaréis al Río; pero a las niñas las dejaréis con vida."
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Desde el inicio el libro del Éxodo no trata de las historias de los patriarcas sino de la historia del pueblo de Israel. Ya no es José, el hijo de Jacob, quien guía a Egipto. Ahora es el faraón, que teme que aumente el número de los hijos de Israel. Para él un grupo étnico tan numeroso y en absoluto integrado es peligroso para la convivencia pacífica de su reino. Por eso decide someterlo a su autoridad. Las medidas que toma son duras. La primera es la de someter a los judíos a trabajos forzados -una verdadera forma de esclavitud- para construir dos ciudades nuevas, Pitom y Ramsés. Pero a pesar de la dureza y la crueldad aplicadas, el faraón no ve los resultados que preveía. El texto, con ironía, apunta: "Pero cuanto más los oprimían, tanto más se multiplicaban y crecían, de modo que los egipcios llegaron a temer a los israelitas". El faraón tomó entonces una medida aún más drástica: "Arrojad al Nilo a todo niño recién nacido, pero dejad con vida a las niñas". Quería eliminar al pueblo de Israel. Sabemos que dos mujeres, que "temían a Dios", como dice a menudo la Escritura (Pr 1,7), fueron instrumento de salvación para el pueblo de Israel. Ahora ya solo el Señor guía a su pueblo. Aquellas mujeres, que además eran egipcias, salvaron de las aguas del Nilo a Moisés, el liberador. También nosotros, débiles como aquellas dos mujeres, si dejamos que el temor del Señor nos guíe, podemos ser principio de vida para los demás. Dios bendice y hace fecunda la vida de aquellos que, sintiendo su temor, sirven a los pobres y a los débiles.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.