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Domingo de Pentecostés
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Domingo de Pentecostés

Domingo de Pentecostés
Hoy las Iglesias de Oriente celebran Pentecostés. Para los musulmanes es la fiesta del sacrificio (Aid al-Adha).
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Libretto DEL GIORNO
Domingo de Pentecostés
Domingo 8 de junio

Domingo de Pentecostés
Hoy las Iglesias de Oriente celebran Pentecostés. Para los musulmanes es la fiesta del sacrificio (Aid al-Adha).


Primera Lectura

Hechos de los Apóstoles 2,1-11

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: «?Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ?cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.»

Salmo responsorial

Psaume 103 (104)

?Alma m?a, bendice a Yahveh!
?Yahveh, Dios m?o, qu? grande eres!
Vestido de esplendor y majestad,

arropado de luz como de un manto,
t? despliegas los cielos lo mismo que una tienda,

levantas sobre las aguas tus altas moradas;
haciendo de las nubes carro tuyo,
sobre las alas del viento te deslizas;

tomas por mensajeros a los vientos,
a las llamas del fuego por ministros.

Sobre sus bases asentaste la tierra,
inconmovible para siempre jam?s.

Del oc?ano, cual vestido, la cubriste,
sobre los montes persist?an las aguas;

al increparlas t?, emprenden la huida,
se precipitan al o?r tu trueno,

y saltan por los montes, descienden por los valles,
hasta el lugar que t? les asignaste;

un t?rmino les pones que no crucen,
por que no vuelvan a cubrir la tierra.

Haces manar las fuentes en los valles,
entre los montes se deslizan;

a todas las bestias de los campos abrevan,
en ellas su sed apagan los onagros;

sobre ellas habitan las aves de los cielos,
dejan o?r su voz entre la fronda.

De tus altas moradas abrevas las monta?as,
del fruto de tus obras se satura la tierra;

la hierba haces brotar para el ganado,
y las plantas para el uso del hombre,
para que saque de la tierra el pan,

y el vino que recrea el coraz?n del hombre,
para que lustre su rostro con aceite
y el pan conforte el coraz?n del hombre.

Se empapan bien los ?rboles de Yahveh,
los cedros del L?bano que ?l plant?;

all? ponen los p?jaros su nido,
su casa en su copa la cig?e?a;

los altos montes, para los rebecos,
para los damanes, el cobijo de las rocas.

Hizo la luna para marcar los tiempos,
conoce el sol su ocaso;

mandas t? las tinieblas, y es la noche,
en ella rebullen todos los animales de la selva,

los leoncillos rugen por la presa,
y su alimento a Dios reclaman.

Cuando el sol sale, se recogen,
y van a echarse a sus guaridas;

el hombre sale a su trabajo,
para hacer su faena hasta la tarde.

?Cu?n numerosas tus obras, Yahveh!
Todas las has hecho con sabidur?a,
de tus criaturas est? llena la tierra.

Ah? est? el mar, grande y de amplios brazos,
y en ?l el hervidero innumerable
de animales, grandes y peque?os;

por all? circulan los nav?os,
y Leviat?n que t? formaste para jugar con ?l.

Todos ellos de ti est?n esperando
que les des a su tiempo su alimento;

t? se lo das y ellos lo toman,
abres tu mano y se sacian de bienes.

Escondes tu rostro y se anonadan,
les retiras su soplo, y expiran
y a su polvo retornan.

Env?as tu soplo y son creados,
y renuevas la faz de la tierra.

?Sea por siempre la gloria de Yahveh,
en sus obras Yahveh se regocije!

El que mira a la tierra y ella tiembla,
toca los montes y echan humo.

A Yahveh mientras viva he de cantar,
mientras exista salmodiar? para mi Dios.

?Oh, que mi poema le complazca!
Yo en Yahveh tengo mi gozo.

?Que se acaben los pecadores en la tierra,
y ya no m?s existan los imp?os!
?Bendice a Yahveh, alma m?a!

Segunda Lectura

Romanos 8,8-17

así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros. Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis. En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien no renace del agua y del Espíritu
no puede entrar en el reino de Dios.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 14,15-16.23-26

Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre
y os dará otro Paráclito,
para que esté con vosotros para siempre, Jesús le respondió: «Si alguno me ama,
guardará mi Palabra,
y mi Padre le amará,
y vendremos a él,
y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras.
Y la palabra que escucháis no es mía,
sino del Padre que me ha enviado. Os he dicho estas cosas
estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi nombre,
os lo enseñará todo
y os recordará todo lo que yo os he dicho.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre mí,
me ha mandado llevar el anuncio gozoso a los pobres.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homil?a

Hemos escuchado en los Hechos de los Apóstoles la narración de Pentecostés, un acontecimiento que para Lucas es fundacional de la vida de la Iglesia. Es un tiempo nuevo que empieza cuando el Espíritu irrumpe sobre la comunidad cristiana reunida en el cenáculo. El Bautista ya lo había previsto señalando a Jesús: "Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Lc 3,16). La Iglesia nace como pueblo reunido y guiado por el Espíritu Santo. No nace de sí misma, sino de lo alto. Podríamos decir que esta es la primera cara del milagro de Pentecostés: la transformación de aquel pequeño grupo en una comunidad unida por la pasión por el Evangelio. Lucas escribe que "se llenaron todos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas" (Hch 2,4) para comunicar a todos el misterio de Jesús: a aquel profeta que había sido crucificado, el Padre lo había resucitado de entre los muertos, primicia para todos nosotros. Este es el corazón de la predicación cristiana de todos los tiempos. La santa liturgia de Pentecostés nos hace revivir este misterio. Siguiendo una hermosa tradición, durante la liturgia de este día se hacía un gesto emblemático: del techo de la iglesia descendía una lluvia de pétalos rojos para representar visualmente el acontecimiento extraordinario que dio inicio al camino de la Iglesia "fuera" del cenáculo. El Espíritu hizo que aquella pequeña comunidad superara el miedo y saliera a la calle que -a causa del estruendo que se había oído- entretanto se había llenado de una multitud de personas "de todas las naciones que hay bajo el cielo". Esta es la segunda cara del milagro: la tensión de la Iglesia por la unidad de los pueblos de la tierra que se habían reunido simbólicamente en la calle a la que daba el cenáculo. Lucas, con eficacia narrativa, los presenta uno a uno, como si pasara lista. Es la primera globalización que llevó a cabo el Espíritu a través de la Iglesia, aquella comunidad, aquel nosotros que quiere unir a los pueblos de la tierra. Cada uno conserva su propio nombre, su propia identidad, pero, al mismo tiempo, todos empezaron a sentirse un único pueblo unido por el único Evangelio. Diferentes pero unidos. También hoy el mundo necesita una nueva irrupción del Espíritu para recibir un impulso unitivo más claro. Las guerras son una trágica manifestación de la división del mundo. Hace falta un nuevo Pentecostés para este tiempo difícil y complejo del planeta. Hace falta aquella "impetuosa ráfaga de viento" que provoque una nueva conmoción en el corazón de los creyentes. Hacen falta testimonios audaces y alegres del Evangelio. Era tan evidente el entusiasmo de los miembros de aquella pequeña comunidad aquel día y era tan manifiesta su alegría que algunos pensaron que estaban ebrios. También hoy es urgente una nueva pasión al dar testimonio del Evangelio. Son más que actuales las palabras del santo mártir Ignacio de Antioquía, quien, cuando era llevado a Roma para ser martirizado, afirmó: "En los tiempos difíciles el cristianismo no es obra de convicción sino de grandeza". Es la grandeza del amor vivido con pasión. El Señor nos asegura -como hemos escuchado en el Evangelio- que el Espíritu nos acompañará, será nuestro "Paráclito", es decir, nuestro defensor: "hablará lo que oiga, y os explicará lo que ha de venir".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.