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Vigilia de Pentecostés
Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hechos de los Apóstoles 28,16-20.30-31
Cuando entramos en Roma se le permitió a Pablo permanecer en casa particular con un soldado que le custodiara. Tres días después convocó a los principales judíos. Una vez reunidos, les dijo: «Hermanos, yo, sin haber hecho nada contra el pueblo ni contra las costumbres de los padres, fui apresado en Jerusalén y entregado en manos de los romanos, que, después de haberme interrogado, querían dejarme en libertad porque no había en mí ningún motivo de muerte. Pero como los judíos se oponían, me vi forzado a apelar al César, sin pretender con eso acusar a los de mi nación. Por este motivo os llamé para veros y hablaros, pues precisamente por la esperanza de Israel llevo yo estas cadenas.» Pablo permaneció dos años enteros en una casa que había alquilado y recibía a todos los que acudían a él; predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo con toda valentía, sin estorbo alguno.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El final del libro de los Hechos describe brevemente la entrega del Evangelio en Roma. Pablo, que estaba en arresto domiciliario, empezó su misión en la casa de un particular. Aprovechando que gozaba de una cierta benevolencia por parte de las autoridades romanas, pudo invitar a los representantes de la comunidad judía. Aunque muchos de ellos no abrazaron su predicación, no le fueron hostiles. Más bien le mostraron una gran tolerancia y admitieron explícitamente que no tenían nada contra él. Pablo se quedó en aquella casa, situada muy probablemente cerca del barrio judío, durante dos años. La transformó en un centro misionero. Aunque su cuerpo estaba encadenado, llevaba a cabo un intenso trabajo apostólico: en la casa recibía a gente, predicaba, oraba y escribía cartas a las comunidades que estaban lejos. Nada, ni siquiera las cadenas, impedía que el apóstol comunicara el Evangelio. Es un gran ejemplo para nosotros porque, aunque disponemos de instrumentos y medios, nos cuesta -o incluso olvidamos- hablar al corazón de la gente. En este momento la narración se interrumpe bruscamente, como si quisiera decir que a partir de aquí empieza la difusión del cristianismo por todo el mundo. No relata el martirio de Pablo. Por otras fuentes sabemos que hacia finales del segundo año de estancia del apóstol en Roma el clima político cambió para los cristianos y Nerón desató una persecución de la que fueron víctimas Pedro y Pablo. Lucas solo subraya que Pablo predicaba la fe cristiana con franqueza. Aquel joven que guardaba los mantos mientras Esteban era lapidado se dejó seducir por Jesús hasta el punto de ponerse en camino por el mundo "proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo". Al llegar a Roma, Pablo, judío y ciudadano romano, es decir, del mundo, a pesar de tener el cuerpo encadenado, vivió la gran libertad del discípulo de Jesús.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.