Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hechos de los Apóstoles 20,28-38
«Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo. «Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y también que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos detrás de sí. Por tanto, vigilad y acordaos que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros. «Ahora os encomiendo a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados. «Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos. Vosotros sabéis que estas manos proveyeron a mis necesidades y a las de mis compañeros. En todo os he enseñado que es así, trabajando, como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: Mayor felicidad hay en dar que en recibir.» Dicho esto se puso de rodillas y oro con todos ellos. Rompieron entonces todos a llorar y arrojándose al cuello de Pablo, le besaban, afligidos sobre todo por lo que había dicho: que ya no volverían a ver su rostro. Y fueron acompañándole hasta la nave.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.
Aleluya, aleluya, aleluya.
La Palabra, ya antes de que se nos confíe a nosotros para que la comuniquemos, nos protege, nos custodia y nos bendice. Los discípulos de Jesús podrán llevar la Palabra a los demás solo si dejan que esta sea un pilar y una ayuda para su vida. Sin el Evangelio la Iglesia no es nada y ni siquiera nosotros, como dice Jesús, podemos esperar obtener algo: "Separados de mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Pablo también recuerda su relación personal con los pobres, a los que ayudaba con el trabajo de sus manos. No solo no ha deseado riqueza alguna para él, sino que se ha cuidado de su sustento y de ayudar a los pobres con el trabajo de sus manos. Afirma que "socorrer a los débiles" es un deber primario del cristiano. Es la primera vez que en el Nuevo Testamento se utiliza el término débil (astenos, es decir, sin fuerza, sin vigor) para indicar genéricamente a los pobres. El verbo socorrer significa ocuparse de, sentirse personalmente responsable de su situación. Aquí Pablo refiere un espléndido dicho de Jesús que resume la vida del creyente: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir". Con el término griego makarion (beato), Pablo une este dicho a las bienaventuranzas evangélicas. La traducción literal reza así: "Bienaventurado quien da, no quien recibe". Podemos relacionar esta frase con otra expresión evangélica: "Dad y se os dará" (Lc 6,38). La Didajé, un antiguo texto de origen cristiano, incluye esta enseñanza cuando escribe: "Da a quien te pida, y no esperes restitución. El Padre quiere que todos tengan sus dones. Bienaventurado quien da, según el precepto, porque este es incensurable".
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.