Lectura de la Palabra de Dios
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.
Aleluya, aleluya, aleluya.
Hechos de los Apóstoles 11,19-26
Los que se habían dispersado cuando la tribulación originada a la muerte de Esteban, llegaron en su recorrido hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin predicar la Palabra a nadie más que a los judíos. Pero había entre ellos algunos chipriotas y cirenenses que, venidos a Antioquía, hablaban también a los griegos y les anunciaban la Buena Nueva del Señor Jesús. La mano del Señor estaba con ellos, y un crecido número recibió la fe y se convirtió al Señor. La noticia de esto llegó a oídos de la Iglesia de Jerusalén y enviaron a Bernabé a Antioquía. Cuando llegó y vio la gracia de Dios se alegró y exhortaba a todos a permanecer, con corazón firme, unidos al Señor, porque era un hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe. Y una considerable multitud se agregó al Señor. Partió para Tarso en busca de Saulo, y en cuanto le encontró, le llevó a Antioquía. Estuvieron juntos durante un año entero en la Iglesia y adoctrinaron a una gran muchedumbre. En Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de «cristianos».
Aleluya, aleluya, aleluya.
He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.
Aleluya, aleluya, aleluya.
La primera etapa de la comunidad cristiana se desarrolla en Antioquía, la tercera capital, después de Roma y Alejandría. Es una ciudad portuaria cosmopolita y universalmente conocida no solo por su importancia comercial, sino también por su importancia cultural y religiosa. La historia cristiana primitiva aparece claramente como la historia de la predicación del Evangelio en las ciudades, empezando por las más importantes. Desde el principio, el cristianismo tiene una dimensión universal orientada a un cambio profundo en la vida de los hombres. Si el motivo inmediato de la primera misión cristiana parece surgir una vez más de la persecución, en verdad la verdadera energía espiritual que mueve a los discípulos de Jesús es la expansión hasta los confines de la tierra de la predicación evangélica. Por eso, al entrar en Antioquía, la predicación se dirigió no solo a los judíos, sino también a los paganos que formaban parte de la ciudad; y era necesario sembrar el fermento evangélico en la ciudad. De hecho, la comunidad tuvo enseguida un desarrollo extraordinario, hasta el punto de que Bernabé, originario de Chipre, fue enviado desde Jerusalén para ayudar a aquella comunidad a organizarse. Fue precisamente en Antioquía -estamos hablando de los años 38-40- donde los discípulos de Jesús recibieron por primera vez el nombre de "cristianos", probablemente porque la considerable afluencia de paganos distinguía notablemente a este nuevo grupo de la comunidad judía. Hasta entonces, a los que se adherían a la fe en Jesús se les llamaba con distintos nombres, 'hermanos' o 'creyentes'. Ahora recibían este nombre que especificaba más claramente de quién eran discípulos. Lucas esboza en pocas líneas el nacimiento, en una gran ciudad del imperio, de una experiencia tan nueva que hubo que definirla con un nuevo nombre, el de "cristianos". La novedad no consistía en adherirse a un proyecto o a una ideología, sino en seguir a Jesús, el Cristo.
La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).
Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.
Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.
Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).
La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.