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Oración con los santos
Palabra de dios todos los dias

Oración con los santos

Recuerdo de la oración por los nuevos mártires del siglo XX presidida por Juan Pablo II durante el Gran Jubileo del año 2000, en el Coliseo de Roma, junto a los representantes de las Iglesias cristianas. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Oración con los santos
Miércoles 7 de mayo

Recuerdo de la oración por los nuevos mártires del siglo XX presidida por Juan Pablo II durante el Gran Jubileo del año 2000, en el Coliseo de Roma, junto a los representantes de las Iglesias cristianas.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 8,1-8

Saulo aprobaba su muerte.
Aquel día se desató una gran persecución contra la Iglesia
de Jerusalén. Todos, a excepción de los apóstoles,
se dispersaron por las regiones de Judea y
Samaria. Unos hombres piadosos sepultaron a Esteban e hicieron gran duelo por él. Entretanto Saulo hacía estragos en la Iglesia; entraba por las casas, se llevaba por la fuerza hombres y mujeres, y los metía en la cárcel. Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra. Felipe bajó a una ciudad de Samaria y les predicaba a Cristo. La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba; pues de muchos posesos salían los espíritus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados. Y hubo una gran alegría en aquella ciudad.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La lapidación de Esteban marca una etapa importante en la historia de la primera comunidad cristiana. Comenzaba la historia del martirio cristiano, como por otra parte había dicho Jesús hablando de sí mismo: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24); y algún siglo después, un sabio cristiano, Tertuliano, ante el recrudecimiento de las persecuciones de los cristianos, dirá: "La sangre de los mártires es semilla de los cristianos". En efecto, la cruel lapidación de Esteban no se fijaba solo en su eliminación, sino que intentaba bloquear la predicación cristiana en su nacimiento, de hecho, desencadenó una violenta persecución contra aquellos primeros seguidores de Jesús de Nazaret. Lucas escribe que algunos pudieron permanecer en Jerusalén, mientras que muchos otros tuvieron que huir hacia Antioquía; y la predicación del Evangelio continuó en esta ciudad. La Palabra de Dios no se deja encadenar. Si los discípulos le son fieles, la predicación se refuerza. Por ello se puede decir que la represión sobre la comunidad de Jerusalén, en vez de frenar, aceleró la ampliación de la predicación del Evangelio en las otras ciudades. El amor cristiano lleva a "dar la propia vida" por el Evangelio y por los hermanos sobre todo los más pobres. De esto da testimonio también Felipe, otro de los siete diáconos. Él extendió la predicación hasta la región de Samaría y nuevos prodigios tenían lugar entre el pueblo, aunque también hicieron lo mismo muchos otros discípulos de aquella primera Iglesia cuyo nombre no conocemos. La Palabra de Dios crecía en el corazón de muchos y otro tanto crecía la comunidad.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.